
Caminaba sin pensar. No hace falta pensar cuando sabes perfectamente hacia donde te diriges. El día era gris y la tarde se presentaba también gris. El suelo estaba todavía algo húmedo desde la noche anterior. El invierno no permite que el sol llegue a llevarse cada una de las gotas del torrente que cayó. Miré hacia un lado y vi una bicicleta rosa tirada en el suelo de un callejón. Me paré en seco. ¿Qué hacía aquella bicicleta ahí? Debía haber alguna razón. Estuve esperando algunos minutos a ver si aparecía su dueña. Supuse que era una niña. Un transeúnte chocó conmigo y me sacó de mi sopor. Me acerqué a la bici. En el cesto de mimbre blanco habían margaritas de colores. Dentro, una muñeca Barbie. ¿Dónde estaba la niña? Mi corazón paró unos instantes.
De repente, del final del callejón llegaron sonidos de pisadas y risas. La niña se acercó a la bici. Es mía, dijo, y se alejó arrastrando la bici y frunciendo el ceño. Ella estaba molesta. Mi corazón volvió a latir. El otro niño se alejó por el otro lado.
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