Am I broken?

brokenAm I broken?, he asked me and it torn me apart. Is he broken? How can he be broken if he is just a boy? A human boy. With blood and bones. How could he be broken? Boys, human boys, don’t get broken, do they? No, no, what am I saying, they don’t, but… What is he saying? Why is he asking me that?

I asked him and he told that he felt broken inside. I feel sad and lonely all the time, even when I am surrounded by my friends or my family. Oh. I shed the tears then. How can this boy feel so sad when all his life is ahead of him. Still. All the life. And why, I asked myself next, does he feel broken for being sad? Isn’t sadness part of life?

People, he said, make me feel ashamed for being sad.

I stopped asking questions because I knew then that I was not going to get the answers. I felt sorry for being part of this society that stigmatises emotions. I wonder what is my contribution to that; if I ostracise too when I come across someone who is having trouble with their own emotions. My voice breaks. I really hope not.

I take the boy by the hand now. I take him aside. This boy that lives inside of me and that feels so sad, lonely and desperate. I tell him that he is going to be OK. That he is going to grow strong and is going to come out of his shell. That he is going to learn a lot. And work too, because life is a big playground but we need to work to maintain it.

He is going to be fine. We are going to be fine. I am going to be fine. Because we are not going to let society tell us what we must do. We are going to live our lives. Our life.

Anticipación

anticipacionD recuerda aún el día que aprendió esta palabra. O este concepto. Era en un país extranjero y le pareció que quizás fuese algo de lo que sufrían allí, que en su país de origen no les pasaba. Conoció alguien un día que le dijo que sentía esa tristeza que se siente con la anticipación, con la espera a lo que ha de llegar. “Más que tristeza, melancolía”, pensó D, pero es que él aún no sabía decir ‘melancolía’ en el idioma que los unía.

Suele suceder, y a D le sucede mucho, que cuando aprendes una nueva palabra la oyes, lees, ves por todas partes. Y tanto fue así que un día, D, se encontró –ya hablando el idioma– diciéndole a una amiga: “Me duele el alma de anticipación”. Su amiga preguntó qué le pasaba, varias veces, porque D no contestaba. D se había trasladado, por unos instantes, a aquélla primera vez que oyó esta palabra.

D se recuperó de esta anticipación de la única forma que sabía: acercándose, besando, amando. Pero tras la anticipación vino la calma, y la rutina, y el sofá. Y tras el sofá sólo hay dos caminos: el ataúd y la separación.

D eligió la separación (o la eligieron por él, pero tanto da, porque él la aceptó y la hizo suya) porque tiene demasiada impaciencia para esperar al fin.

Hoy, D, mira desde su rincón al horizonte y se pregunta qué es lo que le deparará el futuro. Cuando algo llega, que le llena de optimismo y ganas, cuando se encuentra deseando que se desgarren las entrañas una vez más, se planta, ante la llegada de la anticipación, para dejar que venga y lo llene todo.

La copa de cava de plástico vacía

Copa de cava de plástico vacíaTodo este tiempo pensando en el dolor que podrían haber causado mis palabras, inconscientes, años atrás. Todas esas veces en que nos cruzamos por la calle y mostré una media sonrisa, temiendo una mirada de reproche. Y siempre pensaba: “La próxima vez me paro y me disculpo”, pero nunca lo hice.
Me consolaba pensar que aquél comentario absurdo había sido dicho a altas horas de la madrugada, tras el vino y los licores una noche de verano en casa de una amiga en común. Pero el consuelo duraba poco; justo al torcer la calle venía a mí, como si fuese una tempestad, una pesadumbre, de nuevo, y venían a mí las palabras.
Cada vez que nuestra amiga hablaba de ella yo pensaba: “No, por favor, ¡que no monte otra cena!”. Pero no lo hizo.
Ella no.
Y pasó el tiempo. Y pasaron las veces en las que nos encontrábamos por las calles y nos mirábamos. Y yo miraba hacia otro lado por no saludar, porque no me atrevía, porque me avergonzaban mis palabras que tan inocentemente había dicho yo, sin pensar, sin considerar, que podrían doler.
Ayer fui a una fiesta que alguien había montado y estaba allí. De pie, al final de la mesa, comiéndose un canapé. Yo en la otra punta, junto al alcohol, con mi copa de cava de plástico vacía. Serví. Bebí y le dije a mi acompañante: “Hoy me atrevo”. Él me miró interrogante y yo, armada de valor, me acerqué.

Suele suceder que las cosas que para uno son tan importantes no lo son para los demás. No, no lo fue. Mis palabras, tan pesantes para mí, habían sido ignoradas u olvidadas, o ambos. Y aún al recordárselas no le importaron, pues ella entendió, y debió haber entendido en su día, que no eran con malicia.
Aprendí, anoche, a no atormentarme por errores del pasado pero también a no dejar pasar el tiempo para ofrecer una disculpa. Aunque esta no sea esperada.

La bici rosa

La bici rosaCaminaba sin pensar. No hace falta pensar cuando sabes perfectamente hacia donde te diriges. El día era gris y la tarde se presentaba también gris. El suelo estaba todavía algo húmedo desde la noche anterior. El invierno no permite que el sol llegue a llevarse cada una de las gotas del torrente que cayó. Miré hacia un lado y vi una bicicleta rosa tirada en el suelo de un callejón. Me paré en seco. ¿Qué hacía aquella bicicleta ahí? Debía haber alguna razón. Estuve esperando algunos minutos a ver si aparecía su dueña. Supuse que era una niña. Un transeúnte chocó conmigo y me sacó de mi sopor. Me acerqué a la bici. En el cesto de mimbre blanco habían margaritas de colores. Dentro, una muñeca Barbie. ¿Dónde estaba la niña? Mi corazón paró unos instantes.
De repente, del final del callejón llegaron sonidos de pisadas y risas. La niña se acercó a la bici. Es mía, dijo, y se alejó arrastrando la bici y frunciendo el ceño. Ella estaba molesta. Mi corazón volvió a latir. El otro niño se alejó por el otro lado.

Costumbre

Sandra se levanta cada mañana y mira por la ventana. Es algo que ha hecho desde que alcanza a recordar. Es un acto reflejo e incluso cuando no duerme en su casa lo hace y observa las novedades de este nuevo paisaje. Durante un tiempo estuvo viviendo en una residencia y no tenía ventana en su habitación. En realidad tenía una ventana por la que apenas podía poner la cabeza a través, y sólo alcanzaba a ver la pared lateral del edificio contiguo; todo un muro de ladrillos. Aquellos meses salía en pijama e iba hasta el final del pasillo donde se quedaba unos instantes observándolo todo. Desde allí veía el mar y un montón de grúas portuarias.
Desde la ventana de su cuarto se ve el río y un puente romano. Siempre hay alguien pasando por ahí, solos o con un perro, pues aprovechan que hay espacio para que los animales puedan jugar y correr sin molestar a nadie.
Al otro lado del río está la parte antigua y buena de su pueblo. No eligió su piso por las cualidades de este, sino porque era el que mejores vistas tenía desde la ventana de su cuarto.
El cielo hoy es gris y está cuarteado por nubes blancas. Quizás llueva. Sandra mira, observa y busca los detalles que diferencian el día de hoy con el de ayer. Abre la ventana y deja que entre el aire de la primera mañana de otoño.

Desde el charco

Tengo una hoja en blanco y no sé qué hacer con ella. En mi cerebro hay miles de palabras que danzan con alborozo. Un nombre se repite con ímpetu en mi memoria. Miro por la ventana y lo único que veo son nubes y más nubes. Más allá del horizonte, desde la distancia, como una sirena, me llama con dolor. Intento no escuchar pero no lo consigo. Su voz profunda y oscura me mece en esta tarde de finales de verano.
Intento imaginar un prado verde, un mar calmado, un cielo azul, un vestido rojo. Pero cada imagen se mancha de negro. Cada pensamiento se nutre del miedo que nace de mi interior. Es absurdo y lo sé, porque sólo yo seré capaz de luchar contra este temor que me persigue.
Salgo a la calle y me echo a correr. Corro con todas mis fuerzas. Intento llegar a algún sitio donde no me encuentre nadie. Me escondo en un parque infantil y bajo una piedra, pero las nubes siguen ahí, acechándome, recordándome que el paso del tiempo nunca cesa y que el fin se aproxima con virulencia.
Ya no tengo más fuerzas. Mis piernas me fallan y caigo al suelo, con la mitad de mi cuerpo dentro de un charco. La niña vestida de colores se me acerca y me tiende la mano para ayudarme a ponerme en pie. Esta vez va descalza. Me pregunto cuáles serán sus intenciones en el día de hoy, sin sus charolitos negros. Sin más, encajo mi mano en su pequeña mano de niña y ella estira con tal fuerza que todo mi yo, tanto el físico como el etéreo, se ve sacudido por los aires. Voy volando y no sé cómo detenerme, y tampoco sé si quiero hacerlo. Vuelo sobre océanos y continentes que desconozco. Vuelo fuera de la atmósfera y alrededor de la Luna. Vuelo hacia el Sol, vuelo a través del espacio y doy vueltas a los planetas. En mi viaje veo colores de los cuales no conozco el nombre.
Al final de mi orbitar, llego de nuevo a La Tierra pero no a mi casa. Llego a algún lugar, aunque frío, donde no hay rastro de las nubes. Estoy a salvo de su acecho pero no sé por cuánto tiempo.