Anticipación

anticipacionD recuerda aún el día que aprendió esta palabra. O este concepto. Era en un país extranjero y le pareció que quizás fuese algo de lo que sufrían allí, que en su país de origen no les pasaba. Conoció alguien un día que le dijo que sentía esa tristeza que se siente con la anticipación, con la espera a lo que ha de llegar. “Más que tristeza, melancolía”, pensó D, pero es que él aún no sabía decir ‘melancolía’ en el idioma que los unía.

Suele suceder, y a D le sucede mucho, que cuando aprendes una nueva palabra la oyes, lees, ves por todas partes. Y tanto fue así que un día, D, se encontró –ya hablando el idioma– diciéndole a una amiga: “Me duele el alma de anticipación”. Su amiga preguntó qué le pasaba, varias veces, porque D no contestaba. D se había trasladado, por unos instantes, a aquélla primera vez que oyó esta palabra.

D se recuperó de esta anticipación de la única forma que sabía: acercándose, besando, amando. Pero tras la anticipación vino la calma, y la rutina, y el sofá. Y tras el sofá sólo hay dos caminos: el ataúd y la separación.

D eligió la separación (o la eligieron por él, pero tanto da, porque él la aceptó y la hizo suya) porque tiene demasiada impaciencia para esperar al fin.

Hoy, D, mira desde su rincón al horizonte y se pregunta qué es lo que le deparará el futuro. Cuando algo llega, que le llena de optimismo y ganas, cuando se encuentra deseando que se desgarren las entrañas una vez más, se planta, ante la llegada de la anticipación, para dejar que venga y lo llene todo.