Anticipación

anticipacionD recuerda aún el día que aprendió esta palabra. O este concepto. Era en un país extranjero y le pareció que quizás fuese algo de lo que sufrían allí, que en su país de origen no les pasaba. Conoció alguien un día que le dijo que sentía esa tristeza que se siente con la anticipación, con la espera a lo que ha de llegar. “Más que tristeza, melancolía”, pensó D, pero es que él aún no sabía decir ‘melancolía’ en el idioma que los unía.

Suele suceder, y a D le sucede mucho, que cuando aprendes una nueva palabra la oyes, lees, ves por todas partes. Y tanto fue así que un día, D, se encontró –ya hablando el idioma– diciéndole a una amiga: “Me duele el alma de anticipación”. Su amiga preguntó qué le pasaba, varias veces, porque D no contestaba. D se había trasladado, por unos instantes, a aquélla primera vez que oyó esta palabra.

D se recuperó de esta anticipación de la única forma que sabía: acercándose, besando, amando. Pero tras la anticipación vino la calma, y la rutina, y el sofá. Y tras el sofá sólo hay dos caminos: el ataúd y la separación.

D eligió la separación (o la eligieron por él, pero tanto da, porque él la aceptó y la hizo suya) porque tiene demasiada impaciencia para esperar al fin.

Hoy, D, mira desde su rincón al horizonte y se pregunta qué es lo que le deparará el futuro. Cuando algo llega, que le llena de optimismo y ganas, cuando se encuentra deseando que se desgarren las entrañas una vez más, se planta, ante la llegada de la anticipación, para dejar que venga y lo llene todo.

La copa de cava de plástico vacía

Copa de cava de plástico vacíaTodo este tiempo pensando en el dolor que podrían haber causado mis palabras, inconscientes, años atrás. Todas esas veces en que nos cruzamos por la calle y mostré una media sonrisa, temiendo una mirada de reproche. Y siempre pensaba: “La próxima vez me paro y me disculpo”, pero nunca lo hice.
Me consolaba pensar que aquél comentario absurdo había sido dicho a altas horas de la madrugada, tras el vino y los licores una noche de verano en casa de una amiga en común. Pero el consuelo duraba poco; justo al torcer la calle venía a mí, como si fuese una tempestad, una pesadumbre, de nuevo, y venían a mí las palabras.
Cada vez que nuestra amiga hablaba de ella yo pensaba: “No, por favor, ¡que no monte otra cena!”. Pero no lo hizo.
Ella no.
Y pasó el tiempo. Y pasaron las veces en las que nos encontrábamos por las calles y nos mirábamos. Y yo miraba hacia otro lado por no saludar, porque no me atrevía, porque me avergonzaban mis palabras que tan inocentemente había dicho yo, sin pensar, sin considerar, que podrían doler.
Ayer fui a una fiesta que alguien había montado y estaba allí. De pie, al final de la mesa, comiéndose un canapé. Yo en la otra punta, junto al alcohol, con mi copa de cava de plástico vacía. Serví. Bebí y le dije a mi acompañante: “Hoy me atrevo”. Él me miró interrogante y yo, armada de valor, me acerqué.

Suele suceder que las cosas que para uno son tan importantes no lo son para los demás. No, no lo fue. Mis palabras, tan pesantes para mí, habían sido ignoradas u olvidadas, o ambos. Y aún al recordárselas no le importaron, pues ella entendió, y debió haber entendido en su día, que no eran con malicia.
Aprendí, anoche, a no atormentarme por errores del pasado pero también a no dejar pasar el tiempo para ofrecer una disculpa. Aunque esta no sea esperada.